sábado, 30 de marzo de 2019

El “lush” de Carmen



Viene de la historia de Pedro y Carmen

Creo que mi elección les sorprendió.

- ¿En la cafetería de El Corte Inglés?
- Sí, en la de Jaime III. Me gusta. Es cómoda y desde allí luego podemos ir a cualquier parte a cenar.
- Muy bien, mañana allí a las siete y media.
- Perfecto, ya tengo ganas de ponerte el Lush.
- Que cabrones sois. Me estáis asustando.
- Disfrutarás. Ya verás.
- Lo sé, la verdad es que yo también estoy deseando.
- Mañana te lo pondré, lo que no sé es cuándo te lo quitaré.
- Jo, que nervios.
- Hasta mañana Carmen. Saluda a Pedro.
- Hasta mañana Alberto.

Al día siguiente, un poco antes de las 19:30, llegué por la escalera mecánica a la quinta planta del centro comercial: DEPORTES – CAFETERÍA. Enseguida les vi, sentados en una mesa al lado del gran ventanal desde el que la vista sobre la catedral y los tejados de Palma, con el mar al fondo, era espectacular. Seguro que ya no les extrañaba mi elección.

Aunque ya les había visto en Skype, me sorprendió agradablemente su aspecto. A pesar de que hacía calor iban muy elegantes. Pedro, arreglado pero informal, se adelantaba a su alopecia afeitándose la cabeza. Carmen era considerablemente más presumida. Llevaba un amplio vestido floreado y tenía una agradable melena castaña. Espero que no vaya totalmente depilada, pensé. Los dos eran grandes. Una pareja que llama la atención.
Mientras tomábamos unas cervezas saqué el Lush y dejé que se familiarizasen con él. Bajaron la aplicación, yo ya la tenía, y configuramos el artefacto en el móvil de los tres. Lo estuvieron probando y se sorprendieron de ver cómo vibraba encima de la mesa al accionarlo desde cualquiera de los teléfonos.

- Carmen ¿te apetece que lo probemos ya?

Pedro y Carmen

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viernes, 29 de marzo de 2019

La piscina

La historia de Elena en el vestuario me pone especialmente, sobre todo porque sé que que lo que contó fue sólo el inicio. Pero además, una de las cosas que más me excita es recordar mis propias experiencias en un vestuario. Nada tan morboso como lo suyo. Ni comparación, pero Elena me ha hecho recordar sensaciones que prácticamente había olvidado.

Todo empezó cuando inauguraron una piscina cubierta justo delante de mi casa. Vivo frente a un colegio que tiene unas instalaciones deportivas que decidieron rentabilizar, así que arreglaron la piscina para abrirla al publico y yo la tenía a dos pasos, así que era una oportunidad que no podía desperdiciar.
En cuanto abrieron las oficinas me acerqué a informarme. Fueron muy amables. Me dieron todos los detalles y me lo enseñaron todo.
La piscina propiamente dicha estaba en el exterior, no era cubierta, así que instalaron una carpa presurizada de plástico para mantener una temperatura aceptable en invierno, cosa que puedo asegurar que conseguían a duras penas.
Un túnel, también de plástico, comunicaba la carpa con los vestuarios, un recinto que para un colegio estaba muy bien pero que para el club de natación que pretendían montar quedaba un poco limitado. Había un banquillo doble en el centro y más banquillos en las paredes. Con colgadores y no taquillas. A un costado cuatro duchas abiertas. En una de las paredes un acceso amplio y abierto que por una parte daba a la entrada y por otra a los servicios.
En resumen, no era un club pijo, era algo que acababan de inaugurar aprovechando lo que tenían, que distaba mucho de ser algo glamuroso pero que pretendía dar un servicio a la barriada, fundamentalmente clases de natación para niños y aquagym para personas mayores. Entre y entre, la piscina estaba abierta para los socios que quisiesen ir a nadar.

Me quedé un poco desilusionado, me esperaba otra cosa, no sé, algo más parecido a los gimnasios de los anuncios. Pero los horarios en los que podría nadar me iban bien, así que decidí probarlo y saqué un bono de tres meses que ofertaban a muy buen precio para los primeros inscritos.
Empecé a ir de tres a cuatro. En vez de ir a comer me iba a nadar. Con el afán de probarlo iba casi todos los días. Hacía cuarenta largos, mil metros. Al principio me costaba, pero luego coges el ritmo y puedes aguantar mil metros o los que te echen. El límite pasa de ser el cansancio al aburrimiento. Si nadas en piscina sabrás de qué te hablo. Se necesita mucha motivación para hacer largo tras largo, viendo siempre el mismo fondo, vuelta tras vuelta y sin haber comido.
Decidí que cuarenta largos ya estaba bien. Así que empezaba a nadar a un ritmo y terminaba a otro mucho mas fuerte sólo para acabar machacado en los mil metros, después de los cuales me daba una reconfortante ducha y me iba a comer algo a casa. Ese momento, el de la ducha y no el baño, acabó siendo lo más atrayente. Acabé yendo no por el placer de nadar sino por el gustazo de la ducha de después… y eso que todavía no había pasado nada.

A esas horas la piscina estaba medio vacía. Era todo un lujo porque podías elegir la calle que querías. Eran casi todo señoras mayores que yo. Muy raramente había algún otro hombre, de hecho casi siempre tenía el vestuario para mí solo. Y por ahí empezó el lío.
Al principio no me fijé, pero cuando terminaba de vestirme y salía, me encontraba con la señora de la limpieza que estaba esperando que se vaciase el vestuario para entrar. Debería tener unos sesenta años y recuerdo que me pareció muy mayor. Ahora que he superado esa edad me hace gracia que tuviese esa apreciación, pero yo entonces estaba a punto de cumplir los cuarenta y encontraba que no había edad mejor.
Al tercer día que la vi le pregunté.

jueves, 28 de marzo de 2019

Julita

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El día que recibí mi collar


Viene de “El novio de Alba

Eran justamente las cinco y cuarto de la tarde cuando llamé al timbre de la puerta. Llevaba un momento esperando. No había querido llegar tarde ni temprano. Aunque fuese por minutos.

Había aparcado algo más abajo, después de dar varias vueltas por la zona hasta que encontré la calle. La colonia Mirasierra es bastante laberíntica, pero con mucho sabor. Las vallas de piedra y seto que flanquean las estrechas aceras dejaban adivinar chalets de cierta prestancia. Allí esperaba que me enseñasen a ser buen sumiso… y mejor amo.

- Siga el camino hasta la casa- contestó una voz masculina sin preguntar quién era.

Me sorprendió que contestase un hombre. Quizás un sirviente. No sería extraño, pero no me lo esperaba. De todos modos no tuve mucho tiempo para sorprenderme. Nada más empujar la puerta de la valla salieron a mi encuentro tres perros de pastor belga, negros, de pelo corto y visiblemente bien cuidados. Los tres gruñían y me miraban con ojos fieros.

El camino hasta el chalet sería de unos cincuenta metros y estaba claro que nadie más iba a salir a buscarme. Evidentemente los perros eran una prueba, por suerte siempre se me habían dado bien.

- Hola ¿venís a buscarme?. No traigo nada- dije mientras les miraba firmemente a los ojos y les mostraba las palmas de la mano abiertas. El mensaje era claro. No soy una amenaza y no os tengo miedo.

No me moví hasta que los perros dejaron de mirarme a los ojos para concentrarse en las manos. Dejaron de gruñir cuando el más atrevido se acercó a olisquearme y yo empecé a acariciarle la cabeza y detrás de las orejas.

- Buen perro. Ya sabía yo que íbamos a ser amigos.

El perro cambió inmediatamente de actitud, empezó a frotarse alegremente contra mi cuerpo y los otros dos hicieron lo mismo casi instantáneamente. Los animales habían captado el mensaje y yo me di cuenta de que los perros, sin duda unos estupendos guardianes, no estaban adiestrados, de lo contrario todo mi encanto de etólogo no habría servido de nada.

Totalmente complacidos los unos con los otros, los cuatro llegamos a la casa. En el porche nos esperaba un hombre de unos cuarenta años. Moreno, con collar como el de los perros al cuello y el cuerpo torneado por unas ataduras que enmarcaban su pecho, sus nalgas y desde un pierncing en el prepucio levantaban hacia el ombligo un pene de buen tamaño pero visiblemente flácido. Los dos nos miramos sorprendidos.

El vestuario

Fue entrar en el vestuario y darme cuenta de repente de lo que iba a hacer. Noté que se me aceleraba el pulso y se incrementaba el sudor que aún bañaba mi piel. Me acababa de machacar bien en el gimnasio y las endorfinas que recompensaban la paliza que me había dado estaban haciendo su efecto. Me encontraba bien, muy bien. Mi cuerpo adivinaba los efectos placenteros de la ducha que me esperaba.

Mientras buscaba el sitio idóneo para perpetrar mi ocurrencia me vi reflejada en el espejo. Leggins, camiseta técnica ajustada, la toalla sobre los hombros… La imagen me hizo parar en seco para contemplarme. El sudor me perlaba ligeramente la cara. Me eché un poco para atrás para verme mejor. No sé por qué me sorprendió mi propia imagen. Como si fuese la primera vez que me veía.

Joder que polvo tienes cabrona, pensé.

Estaba guapa. Se realzaban mis curvas. Pasé las manos por las nalgas, por los pechos… 

Mmmmmmm, gemí.

Hubiese echado un buen polvo ahora mismo. Allí, sobre el banquillo, rodeada de las taquillas, con el morbo de que pudiese entrar alguien en cualquier momento…
Olfateé. Me di cuenta de que estaba mojada, el flujo estaba dejando una mancha oscura en mi entrepierna.

Joder Albertiño ¿por qué estás tan lejos? Lo que haría contigo en este vestuario.

Volví a olfatear. La excitación me estaba haciendo transpirar y me di cuenta que el vapor sudoroso que desprendía mi cuerpo estaba anunciando a todo el que lo supiese interpretar que necesitaba sexo ya. Mis glándulas me estaban delatando.

Espero que no entre nadie… o sí… no sé ¿qué puede pasar?

Me encanta esa sensación contradictoria de cuando no quieres que te pillen y al mismo tiempo lo estás deseando.

¿Morbo Albertiño? Ufff, joder Albertiño… suspiré. Bueno de nada sirve quejarse. Mejor me dejo llevar y a ver qué pasa.

Insumisa

Señores pasajeros, en unos minutos tomaremos tierra en el aeropuerto de Santiago. Les rogamos se abrochen los cinturones de seguridad, plieguen las mesitas y pongan su respaldo en posición vertical. El comandante Del Moral y toda su tripulación les agradecemos…

La cantinela de la megafonía sacó a Alberto de su ensimismamiento. Recogió sus notas y volvió a meter los papeles en el portafolios. Su mente voló hacia las circunstancias que le habían embarcado en ese viaje. No pudo evitar una sonrisa al recordar la sorpresa del decano de la Facultade de Psicoloxía cuando dijo que aceptaba dar la conferencia que le proponía. Ya le habían tanteado varias veces, pero su agenda nunca le permitía aceptar. Esta vez tampoco lo habría hecho… de no ser por Elena.

Elena, una tuitera que conocía hace meses pero con la que había intimado hace muy poco. Una chica que gustaba de curiosear y fantasear sobre el sexo desde la seguridad de su anonimato. Ella sabía que su curiosidad no pasaría de la fantasía. Él, antiguo amo, sabía que nunca volvería a responsabilizarse de ninguna sumisa. Los dos estaban equivocados.

Las conversaciones por Internet entre Elena y Alberto se habían intensificado últimamente. A la muchacha le atraía la experiencia en BDSM del maduro profesor. A Alberto le cautivaba la frescura con la que ella hablaba del sexo y se mostraba ante él con una naturalidad a la que ya no estaba acostumbrado.

Su curiosidad llevó a Alberto a irle contando experiencias que no había compartido con nadie, aparte de las sumisas con las que las había vivido. Enseguida supo que ella sería una buena sumisa, a no ser por el hecho de que ella jamás asumiría una relación en un plano que no fuese de absoluta igualdad, que jamás obedecería las órdenes de nadie y nunca permitiría que nadie le pusiese la mano encima.

Eso descartaba cualquier posibilidad de una experiencia BDSM, salvo por el hecho de que la propia curiosidad de Elena la llevaba a fantasear sobre ese tipo de situaciones, pero en las que ella tenía el control sobre lo que estaba dispuesta a hacer. Como Alberto había bromeado en alguna ocasión:

- Tienes espíritu de sumisa, sólo necesitas un amo que esté dispuesto a mandarte lo que tú quieras.
- Es que soy una sumisa insumisa.

De hecho eso era lo último que habían hablado cuando le llamaron de la Universidad de Santiago. Hacía meses que él había tenido que rechazar asistir a ese ciclo de conferencias por problemas de agenda, pero un profesor que iba a ir había tenido un problema a última hora y por ello le volvían a insistir.

Prácticamente estaba volviendo a decir que no cuando se oyó a sí mismo decir “de acuerdo”. ¿Qué?, ¿de verdad? Fue la atribulada respuesta del decano que no acababa de creerse el problema que se había quitado de encima.

En realidad, cuando hablaba con el decano en su mente estaba la conversación con Elena. Sólo pensaba en ella cuando dijo que sí. No le importaban los cambios que tendría que hacer en sus otros compromisos, sólo pensaba en decirle a ella “la semana que viene estaré en Santiago, piensa cuando te va bien que te invite a un café”.

Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar con la polla. No pretendía quedar para echar un polvo. Sólo le apetecía tener una conversación cara a cara. Conociendo a Elena sabía que era difícil que aceptase, pero tenía que intentarlo, si no se arrepentiría siempre.

- ¡¿QUÉ?! – escribió Elena sorprendida, cuando le comunicó la noticia.
- Lo que te digo, voy a estar dos días invitado por la Universidad de Santiago y si tienes un rato me gustaría tomar un café contigo, charlar un rato. Nada más.
- No quedo con gente de aquí.
- Lo sé.
- No me pongas en ese compromiso.
- A ti también te apetece.
- No vivo en Santiago.
- Puedo ir donde me digas.
- Noooooo, por aquí me conoce todo el mundo.
- Piénsatelo. Yo me he liado la manta a la cabeza y me he dejado llevar. Y mira, es una sensación agradable.
- No quiero tener sexo.
- Yo sí, pero sé que no lo vamos a tener. No voy pensando en eso.
- Me lo pensaré.

Bueno, eso era casi un sí. Había hecho bien en aceptar. Todo lo demás ocurrió de modo natural.