La historia de Elena en el vestuario me pone especialmente, sobre todo porque sé que que lo que contó fue sólo el inicio. Pero además, una de las cosas que más me excita es recordar mis propias experiencias en un vestuario. Nada tan morboso como lo suyo. Ni comparación, pero Elena me ha hecho recordar sensaciones que prácticamente había olvidado.
Todo empezó cuando inauguraron una piscina cubierta justo delante de mi casa. Vivo frente a un colegio que tiene unas instalaciones deportivas que decidieron rentabilizar, así que arreglaron la piscina para abrirla al publico y yo la tenía a dos pasos, así que era una oportunidad que no podía desperdiciar.
En cuanto abrieron las oficinas me acerqué a informarme. Fueron muy amables. Me dieron todos los detalles y me lo enseñaron todo.
La piscina propiamente dicha estaba en el exterior, no era cubierta, así que instalaron una carpa presurizada de plástico para mantener una temperatura aceptable en invierno, cosa que puedo asegurar que conseguían a duras penas.
Un túnel, también de plástico, comunicaba la carpa con los vestuarios, un recinto que para un colegio estaba muy bien pero que para el club de natación que pretendían montar quedaba un poco limitado. Había un banquillo doble en el centro y más banquillos en las paredes. Con colgadores y no taquillas. A un costado cuatro duchas abiertas. En una de las paredes un acceso amplio y abierto que por una parte daba a la entrada y por otra a los servicios.
En resumen, no era un club pijo, era algo que acababan de inaugurar aprovechando lo que tenían, que distaba mucho de ser algo glamuroso pero que pretendía dar un servicio a la barriada, fundamentalmente clases de natación para niños y aquagym para personas mayores. Entre y entre, la piscina estaba abierta para los socios que quisiesen ir a nadar.
Me quedé un poco desilusionado, me esperaba otra cosa, no sé, algo más parecido a los gimnasios de los anuncios. Pero los horarios en los que podría nadar me iban bien, así que decidí probarlo y saqué un bono de tres meses que ofertaban a muy buen precio para los primeros inscritos.
Empecé a ir de tres a cuatro. En vez de ir a comer me iba a nadar. Con el afán de probarlo iba casi todos los días. Hacía cuarenta largos, mil metros. Al principio me costaba, pero luego coges el ritmo y puedes aguantar mil metros o los que te echen. El límite pasa de ser el cansancio al aburrimiento. Si nadas en piscina sabrás de qué te hablo. Se necesita mucha motivación para hacer largo tras largo, viendo siempre el mismo fondo, vuelta tras vuelta y sin haber comido.
Decidí que cuarenta largos ya estaba bien. Así que empezaba a nadar a un ritmo y terminaba a otro mucho mas fuerte sólo para acabar machacado en los mil metros, después de los cuales me daba una reconfortante ducha y me iba a comer algo a casa. Ese momento, el de la ducha y no el baño, acabó siendo lo más atrayente. Acabé yendo no por el placer de nadar sino por el gustazo de la ducha de después… y eso que todavía no había pasado nada.
A esas horas la piscina estaba medio vacía. Era todo un lujo porque podías elegir la calle que querías. Eran casi todo señoras mayores que yo. Muy raramente había algún otro hombre, de hecho casi siempre tenía el vestuario para mí solo. Y por ahí empezó el lío.
Al principio no me fijé, pero cuando terminaba de vestirme y salía, me encontraba con la señora de la limpieza que estaba esperando que se vaciase el vestuario para entrar. Debería tener unos sesenta años y recuerdo que me pareció muy mayor. Ahora que he superado esa edad me hace gracia que tuviese esa apreciación, pero yo entonces estaba a punto de cumplir los cuarenta y encontraba que no había edad mejor.
Al tercer día que la vi le pregunté.