Tenía once años cuando hice mi primer acto de rebeldía contra la iglesia. Procedo de una familia católica practicante que no dudó un instante en matricularme en un colegio religioso. En aquella época en España no había muchas opciones, la religión lo impregnaba todo y yo lo sobrellevaba bastante bien. A ver, nunca me lo creí y me recriminaba por ello. Pensaba que si creías en Dios todo era más fácil. Si tienes un problema rezas para que se solucione, si caes enfermo rezas para curarte, y si todo va mal y mueres vas al cielo. En cambio yo me tenía que buscar la vida solo y cuando muriese se acabaría todo.
Egoístamente me hubiese gustado creer pero racionalmente me era del todo imposible. Nunca pude pero hasta mi adolescencia no se lo dije a nadie. Era un buen niño, en el colegio me aplicaba mucho en clase, hasta en la de religión en la que tenía que hacer tremendas abstracciones mentales para racionalizar todo lo que nos contaban. Me encantaba la Historia Sagrada, sobre todo el Antiguo Testamento, pero siempre estaba buscando explicaciones a todo. Los israelitas rodean las murallas de Jericó tocando las trompetas y éstas caen, un terremoto. Moisés levanta los brazos y se separan las aguas del Mar Rojo, el fuerte viento durante la marea baja. Así con todo. Ya sé, ya sé, es complicado hacer coincidir todos los milagros que relatan las escrituras con fenómenos naturales, pero es que la otra opción es que Dios existiese… o que todas esas historias fuesen mentira.
A pesar de todo sentía envidia de mis amigos que se tragaban todo sin pensar. No es que fuesen más felices que yo pero sí estaban más tranquilos. Por integrarme aceptaba todo el contexto social, incluso me gustaba ir a misa los domingos en el colegio. Era un acto social más y luego nos quedábamos jugando. A los alumnos nos daban mensualmente una tarjeta de asistencia a misa. Durante la celebración alguien, normalmente una monja, nos la ticaba. Luego, de vez en cuando en clase había revisión de tarjetas, pero yo nunca percibí aquello como un control excesivo. Era un aspecto más de la religión que aceptaba sin entender.
Claro que poco después la cosa se complicó. Por aquella época mi padre se compró un SEAT 600. Llevaba mucho tiempo en lista de espera y por fin le llegó el turno. Desde entonces los domingos ya no fueron lo mismo. Mi madre preparaba la comida y toda la familia nos metíamos en nuestro coche para ir de excursión. Nunca dejamos de ir a misa pero la oíamos allí donde nos pillaba. Creo que llegué a conocer todas las iglesias de los pueblos de los alrededores de Madrid.
El caso es que el padre Atilano, el cura que revisaba las tarjetas en el colegio, el mismo que nos enseñaba religión y oficiaba las misas de los días de fiesta, no parecía entender eso de que saliésemos los domingos y fuésemos a misa en otras iglesias que no fuesen la suya. Cuando le enseñaba la tarjeta inmaculada, sin ninguna señal de haber sido ticada en sus celebraciones, me hacía extender la palma de la mano y con una regla de madera me la dejaba roja y ardiendo, independientemente de las explicaciones que yo intentaba dar. Nunca dije nada en casa. Lo consideraba tan absurdo que no merecía la pena preocupar a mis padres con esa tontería. Lo tenía asumido y ya ni lo explicaba. Cuando había revisión de tarjetas el cura me castigaba. Llegué a odiarle pero estaba resignado… hasta que se me ocurrió una manera de utilizar mis marcadas inclinaciones sexuales para vengarme de él.
Me llevó un tiempo llegar a ello y todo viene de algo que ya he contado alguna vez, la importancia que siempre ha tenido el sexo en mi vida. Fui muy precoz a la hora de manifestar esos intereses. La normalidad curiosidad infantil en mí era una obsesión. Tenía cinco años la primera vez que me pillaron “jugando a los médicos” con mi primita, aunque hacía tiempo que realizábamos esos juegos y nos gustaban mucho a los dos. Con su ayuda se unieron a esos pasatiempos sus amiguitas, más divertido todavía, pero más adelante me las tuve que arreglar para convencer a mis vecinas.
Mi educación religiosa no me permitía ignorar que eso que tanto me gustaba era pecado y como en el colegio promovían que nos confesásemos regularmente, pues ahí que íbamos todos los chicos a confesarnos, pero… el que nos confesaba era el padre Atilano y ¿cómo le explicaba yo todo eso al cura que con tanta fruición manejaba la regla cuando revisaba las tarjetas de asistencia a misa? No es que temiese el castigo pero me daba vergüenza hablar de mi interés por las niña, así que la primera vez que tuve que confesarlo intenté pasar un poco de largo por el tema del sexo.
- Ave María Purísima.
- Sin pecado concebida.
- Padre, hace un mes que no me confieso.
- Eso es mucho ¿y en este tiempo has pecado?
- Sí padre.
- Dime.
- He tenido malos pensamientos. He cometido actos impuros. Me he peleado con mi hermana, pero luego le pedí perdón. Ah y he dicho mentiras, también a mis padres.
Lo dije todo seguido intentando pasar rápido por lo de los actos impuros y haciendo hincapié en lo de la pelea con mi hermana y que la había pedido perdón. Era mentira, lo de la pelea, pero parece que eso captó la atención del cura y bueno, por eso dije que había dicho mentiras.
- Está muy feo que los hermanos se peleen pero hiciste bien en pedirle perdón. Y nunca se debe mentir a los padres. Dios te ha dado la vida a través de ellos.
- Sí padre.
- ¿Te arrepientes de todo?
- Sí padre.
- ¿Hay algo más?
- No padre.
- Como penitencia reza tres padrenuestro y cuatro avemarías. Yo te absuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
- Amén.
- Puedes ir en paz.
Qué curiosa era esta gente, para ellos rezar era hablar con Dios y sin embargo te lo imponían como castigo. Pero bueno, aunque rezar me aburría lo hice rápido y contento porque no había tenido que contar lo de las bragas de mis amigas ni lo de uno de mis pasatiempos favoritos, mirar jugar a las niñas.
Me extrañaba que ellas, normalmente púdicas y vergonzosas, saltasen a la comba o jugasen a las gomas sin que aparentemente les importase que sus faldas volasen dejando expuestas sus bragas a las miradas de cualquiera, concretamente de mí. Lo hacían con tal naturalidad que de verdad pensé que no les importaba que las mirase, así que lo hacía sin disimulo.
Me extrañaba que ellas, normalmente púdicas y vergonzosas, saltasen a la comba o jugasen a las gomas sin que aparentemente les importase que sus faldas volasen dejando expuestas sus bragas a las miradas de cualquiera, concretamente de mí. Lo hacían con tal naturalidad que de verdad pensé que no les importaba que las mirase, así que lo hacía sin disimulo.
Pero mi actitud sí que acabó llamando su atención. De vez en cuando paraban, me miraban, cuchicheaban, se reían y seguían jugando. Pensé que se habrían acostumbrado a verme cuando un día una dejó de jugar, habló con otras y vino directa hacia mí.
- ¿Nos quieres ver el culo? -me preguntó de sopetón.
- Bueno -dije en plan “si te empeñas”.
Volvió con sus amigas y a mitad de camino la escuché afirmar “dice que sí”, pero siguieron jugando y allí me quedé yo sin entender nada. Cuando terminaron me acerqué a la que me había preguntado.
- ¿Por qué me has dicho si os quería ver el culo?
- Es que dice Susana que si estás ahí todo el tiempo sentado en el suelo mirándonos es porque nos quieres ver el culo.
- Ah, pensé que era que os gustaría enseñármelo.
Se fue riendo, se acercó a unas amigas. Me miraron, se rieron y se fueron. Después de eso no no volví a mirarlas, me daba vergüenza, pero ellas se ve que ahora me echaban de menos. Después de unos días se me acercaron cuando iba yo a hacer unos recados.
- ¿Nos quieres ver el culo?
- Dejadme en paz -contesté molesto de que se burlasen de mí.
- No, de verdad -insistieron- ¿vamos al descampado?
En la calle de atrás había un solar al que a veces íbamos a jugar pero luego le tapiaron y ya no íbamos tanto. En un lado habían dejado un montón de ladrillos y por ahí se podía saltar. Dentro estabas bastante libre de miradas. Allí junté material para la próxima confesión. Cometí actos impuros varias veces, con tres chicas y luego mentí a mi madre sobre por qué no había hecho los recados que me había mandado.
Así que en la siguiente confesión hubo más malos pensamientos porque aquellas niñas me daban muchas ideas, más actos impuros porque lo bueno de los malos pensamientos es realizarlos y más mentiras porque tampoco me había pegado con mi hermana pero por lo visto decir eso distraía mucho al padre Atilano.
Me iba a confesar regularmente porque lo hacían todos los niños del colegio. Yo no es que tuviese muchos pecados… quitando los que iban contra el sexto mandamiento que se me acumulaban. Al final acabé relajándome, aunque me daba mucha vergüenza contar al cura todo eso, como con decir que había “tenido malos pensamientos”o que había realizado “actos impuros” salía del paso, dejé de preocuparme y prepararme las confesiones. El sacerdote debía dar por sentado que me la había pelado imaginándome a alguna niña y me mandaba que de penitencia rezase un credo, tres padrenuestros y tres avemarías antes de absolverme. El tío debía de pensar que aumentándome la penitencia me bajaría la libido. Sólo consiguió que cada vez aborreciese más rezar. Propósito de la enmienda nulo.
Yo hacía mucho más que imaginarme a alguna niña, mis experiencias eran mucho más físicas que mentales. Un día el sacerdote se debió de extrañar de que siempre cometiese los mismos pecados y quiso aclarar el tema.
- ¿A qué clase de actos impuros te refieres? ¿Te tocas?
- Yo no padre.
- ¿Entonces?
- Yo toco a las chicas.
- ¿Las tocas debajo de la falda?
- Sí, bueno…
- Bueno ¿qué?
- Las toco la carne.
- ¿Las piernas?
- No… el culo… y…
- ¿Y qué?
- Lo de delante.
- Pero eso muy serio, tienes que dejar de hacerlo inmediatamente y pedirlas perdón por esos ataques a su pureza.
- No, si a ellas les gusta. Ellas me tocan a mí.
- ¿Qué? -se sorprendió- Y… ¿habéis hecho algo más?
Por un momento me asusté. Pensé que alguna de mis amigas se podría haber confesado con él, que el curita hubiese terminado atando cabos y acabase fastidiándome la diversión. Pero no, el colegio era de chicos. Mis amigas también se confesaban pero no allí mismo, así que el cura no pudo averiguar nada juntando confesiones. Por cierto, cada vez que alguna de las chicas lo hacía sí que salía mentalizada de que eso era un pecado muy serio y que no lo tenían que volver a repetir. A veces me costaba Dios y ayuda volver a convencerlas para seguir con nuestros juegos, otras veces no la verdad y de hecho era algo que cada vez me costaba menos.
Pero lo cierto es que el padre Atilano se estaba poniendo muy, muy nervioso. Hasta yo me di cuenta. En ese momento pasé de estar avergonzado a disfrutar del tema. La ventaja de ir a un colegio religioso es que la teoría la conoces perfectamente. El cura tenía que oír mi confesión, ponerme una penitencia y absolverme. No se lo podía contar a nadie. Me tenía que escuchar y perdonar. Desde entonces tuve clara cuál iba a ser mi venganza.
Le conté prolijamente todos los detalles que recordé, adornando alguno más de lo necesario. Desde jovencito he sido un buen cuentista. Cuando terminé me soltó una charla horrorosa sobre el pecado tan asqueroso que estaba cometiendo. Que si era pecado mortal, que si moría antes de confesarme iría al infierno porque ese era uno de los pecados que a Dios le costaba más perdonar… Bueno, al final me puso una penitencia descomunal, credos, el yo pecador… y un montón de cosas más. Por primera vez no la cumplí entera, me despisté y en lugar de rezar disfruté pensando en cómo balbuceaba la voz del cura. Antes de dejarme ir me hizo prometer que no lo volvería a hacer.
La próxima vez además de los actos impuros tendría que confesar otra mentira. Bueno, ya me estaba acostumbrando a eso, así que la confesión dejó de ser para mí algo vergonzoso y se convirtió en algo que me daba mucho morbo. Me encantaba poner en un aprieto al sacerdote y hacerle pecar obligándole a escuchar e imaginar mis aventuras sexuales. Cuando hablaba me lo imaginaba confesando él mismo sus propios pecados y pasando por la misma vergüenza que pasaba yo al principio. En mi fantasía romántica yo era el instrumento de Dios para castigar al cura abusón ese.
Pero parece que al final terminó dándose cuenta del peligro que yo representaba o por lo menos que ideó una manera de confesarme sin pecar él mismo.
- Mira -me dijo- No hace falta que me cuentes el pecado. Tú y yo ya lo conocemos. Me dices que has cometido actos impuros, te arrepientes y yo te absuelvo.
- Pero si no digo el pecado… si me confieso sin pensar en ello… ¿servirá?
- No, no. Tú piensa en el pecado al confesarlo pero no me lo cuentes.
- A ver… he cometido actos impuros… cuatro veces… había una chica nueva, una amiga de mi vecina… y…
- ¿Y qué?
- Padre, es que si lo imagino así sin contárselo… no paso vergüenza.
- ¿Y?
- Que al recordarlo me pongo cachondo y…
- ¿Qué? ¿Te estás tocando?
- …Sí.
- ¡No lo hagas!
- Vale.
- ¡Ni lo pienses!
- Padre ¿entonces qué confieso?
- ¿Cómo es que las otras veces no te pasaba esto?
- Es que como me daba tanta vergüenza contarlo no me empalmaba -mentí.
- Bueno -dijo resignado- cuéntame los pecados desde la última vez que te confesé.
Cada vez tenía que adornar menos las historias, con la realidad bastaba. Le conté cómo me hice muy amigo de las chicas. Me admitieron en su grupo casi como una más. Puede que parezca una tontería pero me di cuenta de lo integrado que estaba con ellas cuando empezamos a orinar juntos. En aquella época y con diez u once años que teníamos, si tenías ganas de hacer pis lo hacías en la calle. Los chicos contra un árbol, haciendo dibujos en una pared o en el bordillo de la acera viendo quién llegaba más lejos. Era algo natural y no nos importaba si alguien nos miraba o no, ni lo pensábamos.
Las chicas eran más discretas, se escondían un poco más. Se iban a algún sitio apartado o se ponían entre dos coches tapándose unas a otras. Mear era un acto social pero por sexos. De manera no intencionada rompí esa costumbre. Un día que estaba hablando con ellas en el parque me entraron ganas de hacer pis. Me aparté un poco pero no mucho para poder seguir la conversación. La conversación de hecho se interrumpió porque se me quedaron mirando. Me di cuenta y me gustó. Otro día, cuando volví a hacer pis una de ellas dijo: “A ver cómo te sale”. Vinieron todas. Cuando ellas tuvieron ganas fui yo el que quiso mirar. Las tuve que convencer de que lo hiciesen de una en una. Con las primeras no vi nada, pero acabamos encontrando la postura adecuada. No tuve que insistir mucho pues ellas mismas no se veían cómo orinaban y ahora que había surgido el tema, tenían casi tanta curiosidad como yo. Si se sentaban en el suelo, se echaban para atrás y apoyándose en los pies y las manos levantaban un poco la cadera, se veía perfectamente salir el chorro. Lo que me sorprendió fue que teniendo las chicas un agujero tan grande entre las piernas, el pis salía por uno muy pequeñito, que si no te fijabas bien ni siquiera lo veías.
Pero mi descubrimiento no impresionó al cura, porque cuando le conté todo esto se puso muy nervioso y me mandó una penitencia cómo pocas veces me había puesto. Entonces no lo asocié pero el aumento de sus jadeos mientras yo hablaba coincidía con un incremento de las penitencias que me imponía. Probablemente proyectaba en mí su propio sentimiento de culpabilidad.
Ya no miraba a las chicas saltar a la comba pero hablábamos mucho. A las niñas les gusta mucho hablar y a mí también. Me sentaba con ellas en los bancos del parque y hablábamos de muchas cosas, también de sexo, que seguía siendo una enorme fuente de curiosidad. Jugábamos con nuestros cuerpos juveniles. Curiosamente me erotizan más esos recuerdos ahora que cuando los viví entonces. Me refiero a esos pechos que se empezaban a marcar con decisión o el sombreado que empezaba a aparecer en la zona del pubis. En esa época a mí lo que me ponía de verdad era verles el culo, pero el cura parecía que prestaba especial atención cuando le hablaba del resto.
Por ejemplo un día me pasó una cosa curiosa. Noté algo extraño en la vulva de la hija de unos amigos de mis padres. En uno de nuestros juegos vi que tenía el chocho tapado por una especie de membrana, una especie de “telita de piel” decía yo. Claro, entonces no sabía nada del himen y me preocupé . A ella no le dije nada para no asustarla pero luego me armé de valor y se lo comenté a mi madre. No tuve más remedio que contarle cómo llegué a descubrir eso. Se enfadó mucho, me dijo que eso no se hacía, que qué vergüenza como ella se lo contase a su madre y un montón de cosas más. Que me olvidase de eso de la telita, que eran cosas normales pero que yo era muy pequeño para entenderlo. Ah y que me confesase porque mirarle el culo a las niñas es pecado. Mi madre me había pillado unas cuantas veces con esas historias y ya no sabía cómo conseguir que dejase de interesarme por mis amiguitas.
Bueno, eso hice, confesarme, y al cura esta vez sí pareció interesarle mucho toda la historia. Me preguntaba entre jadeos que cómo se lo había visto, que si ella estaba de rodillas o tumbada con las piernas abiertas, de qué color era, si lo había tocado, si era fuerte, si se había quejado al apretarlo… un montón de detalles.
- Tu madre tiene razón. Eres muy pequeño para entender ciertas cosas. Le podías haber hecho daño a esa niña. Todo esto te tiene que servir de una vez para que dejes esos juegos.
- Pero padre no le hice daño, intenté ayudar por eso se lo dije a mi madre.
- Ya, eres un buen chico pero tienes que hacer caso a tu madre.
- Pero padre -volví a protestar- he visto a otras chicas y ninguna tiene eso así. Nadie hace nada, sólo me regañan. Y si eso no está bien, no sé… y si no es bueno.
- Aunque otras chicas no lo tengan igual no quiere decir que no sea normal o que sea malo. Olvídalo, no lo debiste ver. Haz caso a tu madre, eres muy pequeño para entenderlo.
No tenía mucho contacto con esa niña, solo cuando venían de visita o nosotros íbamos a su casa. Nunca supe si su himen era normal o no, pero nunca volví a ver nada tan tupido. Tampoco sé si tendría que ver con que esa chica de mayor no tuviese hijos y que al final acabase adoptando dos chinitas, muy revoltosas según mi madre.
A mis amigas siempre les llamaba mucha atención mi pene. No es que hubiesen visto muchos y tuviesen otro material para comparar, pero siempre el de algún hermano o el de algún niño cambiándose en la piscina u orinando en la calle o situaciones parecidas, sí habían visto, pero creo que casi nunca el de un adulto y menos en estado de erección. Yo no es que fuese adulto pero estoy operado de fimosis y desde muy pequeño mi polla ha tenido vida propia, poniéndose dura sin que yo al principio supiese por qué y ya luego claramente en situaciones asociadas a episodios eróticos.
Al cura todo esto también le interesaba mucho. Me preguntaba si ellas me tocaban, qué sentía yo, si yo las tocaba a ellas, si notaba sus braguitas mojadas… Esto de las braguitas mojadas no lo entendía bien. Entonces mis erecciones no acababan en eyaculación y a mis amiguitas tampoco noté que se les mojase el chocho. Aunque nos faltaba poco, todavía no habíamos llegado a la pubertad y nuestra excitación estaba exenta de emisión de fluidos, pero se ve que la imaginación del pervertido sacerdote esperaba otra cosa. Para entonces ya tenía confirmado que cuando la respiración se le agitaba y la voz le temblaba la penitencia sería bastante grande.
No fue hasta más adelante que empecé a tener poluciones nocturnas. Como en casi todos los chicos, mis primeras eyaculaciones fueron involuntarias, inconscientes y carentes de placer que se pudiese recordar, un desperdicio vamos. Afortunadamente pronto lo asocié a mis sueños eróticos y éstos a mis experiencias previas de ese día. Ese fue el primer paso para controlar el proceso, inducir los sueños a voluntad y disfrutar de ellos. Conseguí aprender a despertarme inmediatamente antes de correrme y así pasar gusto cuando lo hacía.
La pregunta entonces era obvia ¿tener sueños guarros es pecado? ¿Sólo si los recuerdas? ¿Sólo si los disfrutas? Se lo pregunté al cura en confesión. Después de todo lo que le contaba no es que me importase contar algún episodio más, pero en esos casos yo no me consideraba culpable de mis… “actos”, porque hacer, hacer yo no hacía nada, sólo imaginaba y eso a veces se traducía en episodios de intenso placer, pero no siempre. Francamente con mi espíritu de justicia me resistía a ser castigado por eso.
El sacerdote pareció sorprenderse con mi pregunta. Sólo le intuía la silueta a través de la celosía del confesionario pero me hubiese gustado verle la cara. Me empezó a preguntar intentando recopilar información y poder entender bien mi pecado… o pecar él mismo. Que qué pensaba mientras me dormía para provocar esos sueños, si me recreaba recordando algo especial que hubiese hecho con mis amiguitas, bajarles las bragas, tocarles el culo, olerles entre las piernas…
- Sí padre, todo eso.
- ¿Todo? ¿Y ellas a ti?
- También.
- ¿Y te da gusto que te toquen?
- Uf, sí mucho, me pongo…
- Ya, ya.
- A tope.
- He dicho que ya.
- Sobre todo cuando me la besan -añadí lanzado.
- ¿Te besan? ¿Qué? ¿La boca?
- ¿Eh? ¿La boca? No, no, la picha.
- ¿Te besan el pene…? ¿La picha?
- Uy sí y me da un gusto sentir los labios en el pellejito del capullo -entonces no sabía que ese pellejito se llamaba frenillo.
- Ya, ya ¿algo más? -preguntó creo que intentando concluir, pero yo estaba lanzado.
- Bueno, es eso, que cuando me duermo pensando cómo me tocan la picha y me la besan, luego soñando me corro de gusto.
- Y te despiertas cuando te pasa.
- Sí, antes.
- Y te tocas.
- No, no, padre. La picha se mueve sola y da un gusto…
- ¿Y no te tocas?
- No -dudé- ¿Si me toco da más gusto?
- Esto… no, no, déjalo -dijo intentando salir del embrollo- sólo quería saber qué hacías.
- Pues… me he dado cuenta que si no me despierto del todo paso más gusto.
- ¿Cómo es eso? Explícate -me pidió con ansiedad.
- Sí. Al principio me daba cuenta de que me iba a correr. Me despertaba enseguida, encendía la luz y si llegaba a tiempo me apartaba el pijama para no mancharlo, miraba cómo la picha se me movía sola y salía la lefa. Luego me la limpiaba con trozos de papel de váter que había dejado en la mesilla.
- ¿Te sale mucha? -preguntó con respiración sofocada.
- ¿Lefa? Sí, un montón, por eso me apresuraba en limpiarla rápido porque me daba vergüenza manchar la ropa y que mi madre lo viese.
- ¿Y ahora no lo haces así?
- No. Ahora procuro no despertarme del todo. Sigo soñando pero me doy cuenta de lo que pasa, es como si lo viviese. Así me da mucho más gusto.
- ¿No te limpias la lefa?
- Sí, al final. Tengo un truco. Me envuelvo la picha con papel de váter y duermo con el calzoncillo para que no se mueva. Así se empapa el papel y mancho mucho menos.
El cura no me dijo nada. Escuché su respiración agitada durante un buen rato, imagino que visualizando lo que le acababa de contar, tocándose bajo la sotana y pensando cómo poder probar él mismo todo lo que le había contado.
- Padre ¿me ha escuchado?
- Sí, sí -respondió jadeando- reza dos credos, un yo pecador y cuatro padrenuestros. Yo te absuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
- Pero padre si no hago nada, son sueños -protesté en lugar de contestar Amén.
- Te acuestas con malos pensamientos que te hacen pecar aunque sea en sueños. No me hagas que te ponga más penitencia.
- Amén -dije resignado.
El cura saló precipitadamente del confesionario dejando sorprendidos a más niños que esperaban su turno. Probablemente fue a su habitación… a terminar… o a limpiarse.
Hablando con otros chicos supe que a ellos les pasaba lo mismo. También se corrían por la noche y los que tenían hermanos mayores nos explicaron cómo hacerlo por el día, frotándote tú mismo la polla para darte gusto. He de decir que la primera vez que lo intenté me cansé de frotar y no conseguí nada. En cambio mis amigos comentaban emocionados el gusto que se sentía.
Una tarde, después del colegio fuimos tres chicos al solar de la calle de al lado. Nos bajamos los pantalones. Yo ya la tenía tiesa, ellos no. Me indicaron que estirase bien la piel, que frotase el capullo… Cuando empezaba a pensar que eso no iba conmigo comencé a sentir un gusto en el glande que se me transmitía por todo el cuerpo. Sí, era como lo que sentía por la noche pero me lo podía provocar yo cuando quisiese. Todo un descubrimiento.
Doce años tenía cuando me hice mis primeras pajas. El cura escuchó muy atento cómo quedábamos los chicos para masturbarnos pero claro no lo aprobó y con la voz jadeante y temblorosa que se le ponía cada vez que me confesaba me empezó a echar una bronca. Que si era pecado, que si luego no iba a poder tener hijos, que si abusaba de eso me quedaría ciego… No tener hijos no me preocupaba pero coño, lo de quedarme ciego sí.
- Padre ¿cuántas pajas al día es abusar?
- ¡Una! -me dijo muy enfadado y me puso una penitencia que te cagas.
El hermano de un amigo nos aseguró que lo de quedarse ciego era una mentira que decían para asustarnos y que lo dejásemos de hacer, pero no había ningún peligro.
Las chicas también tenían su manera de darse gusto. Frotándose el chocho con el dedo también se corrían. No tenían que frotarse tanto cómo nosotros y no expulsaban líquido aunque sí se mojaban. De lo que sí nos dimos cuenta es de que se sentía más placer si la paja te la hacía otra persona. Yo las enseñé cómo me autosatisfacía frotándome el pene y ellas me enseñaban cómo se daban placer con el dedo. Jugar a hacérselo unos a otros fue muy divertido, aunque la voz del cura cuando me imponía la penitencia temblaba más que nunca.
Una de las últimas cosas que confesé fue lo de los duelos de pollas. Era algo súper divertido y más cuando llevé a mis amigas como espectadoras. Incluso mis amigas Carla y Susana se excitaron cuando hace poco les conté esos juegos juveniles. Pero ya sabía yo que el cura se iba a poner muy nervioso cuando se lo contase y así fue. Me costó entender la penitencia. Le faltaba el aire y la voz le temblaba. No la cumplí, hace tiempo que no lo hacía. La Iglesia me había demostrado ser una organización de la que no me podía fiar. Y Dios… bueno, cada vez estaba más convencido que nos lo habíamos inventado para conseguir que hiciésemos cosas que de otra manera sería imposible.
Dejé de confesarme, ya me había hartado de vengarme del cura. En el colegio cambiaron el propósito de las tarjetas de asistencia a misa. En vez de castigar a los que no íbamos empezaron a premiar a los que más iban. Creo que en parte gracias a mí acabaron entendiendo que los chicos podían ir a misa en otros sitios. Si querían fomentar la asistencia a su iglesia, hacer piña o lo que fuese, hacerlo castigando no tenía sentido.
El caso es que cuando el cura se quedó sin su principal fuente de morbo debió buscarse otras opciones, pero por lo visto alguna no le salió muy bien. Parece ser que un día un chico le pegó una patada en los huevos y salió gritando de su despacho. El colegio corrió un tupido velo sobre el suceso pero el caso es que al padre Atilano lo trasladaron y nunca volvimos a saber de él. Por supuesto hubo muchos rumores, quizás propiciados por el hecho de que a aquel chico, que iba bastante mal con los estudios, le aprobasen todo en junio y le diesen una beca para el curso siguiente.
Pero a mí todo eso ya no me concernía. Mi venganza se había cumplido y si aquel cura abusón se había buscado un problema era asunto suyo. Por mi parte yo seguí con mis inclinaciones. Dos años después, cuando tenía catorce, les dije a mis padres que lo sentía por ellos pero que Dios no existía y que no contasen conmigo para el paripé de ir a misa los domingos. Cómo seguía aprobando la asignatura de religión es otra historia. Ser un niño ateo en una teocracia no era fácil pero ya he dicho que soy un buen cuentista.
FIN
Espero que la historia te haya gustado y que antes de irte dejes un comentario, eso me ayuda mucho en mi labor.
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