viernes, 11 de octubre de 2019

Confieso que he pecado

Madrid, febrero de 1962

Tenía once años cuando hice mi primer acto de rebeldía contra la iglesia. Procedo de una familia católica practicante que no dudó un instante en matricularme en un colegio religioso. En aquella época en España no había muchas opciones, la religión lo impregnaba todo y yo lo sobrellevaba bastante bien. A ver, nunca me lo creí y me recriminaba por ello. Pensaba que si creías en Dios todo era más fácil. Si tienes un problema rezas para que se solucione, si caes enfermo rezas para curarte, y si todo va mal y mueres vas al cielo. En cambio yo me tenía que buscar la vida solo y cuando muriese se acabaría todo.
Egoístamente me hubiese gustado creer pero racionalmente me era del todo imposible. Nunca pude pero hasta mi adolescencia no se lo dije a nadie. Era un buen niño, en el colegio me aplicaba mucho en clase, hasta en la de religión en la que tenía que hacer tremendas abstracciones mentales para racionalizar todo lo que nos contaban. Me encantaba la Historia Sagrada, sobre todo el Antiguo Testamento, pero siempre estaba buscando explicaciones a todo. Los israelitas rodean las murallas de Jericó tocando las trompetas y éstas caen, un terremoto. Moisés levanta los brazos y se separan las aguas del Mar Rojo, el fuerte viento durante la marea baja. Así con todo. Ya sé, ya sé, es complicado hacer coincidir todos los milagros que relatan las escrituras con fenómenos naturales, pero es que la otra opción es que Dios existiese… o que todas esas historias fuesen mentira.
A pesar de todo sentía envidia de mis amigos que se tragaban todo sin pensar. No es que fuesen más felices que yo pero sí estaban más tranquilos. Por integrarme aceptaba todo el contexto social, incluso me gustaba ir a misa los domingos en el colegio. Era un acto social más y luego nos quedábamos jugando. A los alumnos nos daban mensualmente una tarjeta de asistencia a misa. Durante la celebración alguien, normalmente una monja, nos la ticaba. Luego, de vez en cuando en clase había revisión de tarjetas, pero yo nunca percibí aquello como un control excesivo. Era un aspecto más de la religión que aceptaba sin entender.
Claro que poco después la cosa se complicó. Por aquella época mi padre se compró un SEAT 600. Llevaba mucho tiempo en lista de espera y por fin le llegó el turno. Desde entonces los domingos ya no fueron lo mismo. Mi madre preparaba la comida y toda la familia nos metíamos en nuestro coche para ir de excursión. Nunca dejamos de ir a misa pero la oíamos allí donde nos pillaba. Creo que llegué a conocer todas las iglesias de los pueblos de los alrededores de Madrid.
El caso es que el padre Atilano, el cura que revisaba las tarjetas en el colegio, el mismo que nos enseñaba religión y oficiaba las misas de los días de fiesta, no parecía entender eso de que saliésemos los domingos y fuésemos a misa en otras iglesias que no fuesen la suya. Cuando le enseñaba la tarjeta inmaculada, sin ninguna señal de haber sido ticada en sus celebraciones, me hacía extender la palma de la mano y con una regla de madera me la dejaba roja y ardiendo, independientemente de las explicaciones que yo intentaba dar. Nunca dije nada en casa. Lo consideraba tan absurdo que no merecía la pena preocupar a mis padres con esa tontería. Lo tenía asumido y ya ni lo explicaba. Cuando había revisión de tarjetas el cura me castigaba. Llegué a odiarle pero estaba resignado… hasta que se me ocurrió una manera de utilizar mis marcadas inclinaciones sexuales para vengarme de él.

martes, 8 de octubre de 2019

Las fotos de Sonsoles

Viene de: “Esther

Madrid, abril de 1975

Desde aquel fin de semana del pasado febrero en que Esther y yo empezamos una relación muchas cosas cambiaron en nuestras vidas. No se podía decir que fuésemos novios, ninguno nos lo habíamos planteado así pero lo cierto es que ambos dejamos de tener encuentros sexuales con otras personas. Ese periodo fue lo más parecido a la monogamia que había vivido nunca y la verdad es que me adapté bastante bien. Hasta entonces a las chicas con las que había estado nunca les pregunté por sus otras relaciones y tampoco consentí en que ellas me preguntasen a mí.
Mi sensación de libertad era algo irrenunciable, curiosamente con Esther no tuve problema en supeditar mi vida sexual y sentimental exclusivamente a ella, aunque claro, entonces no fui totalmente consciente de ello. El amor es ciego. A ella creo que le pasó lo mismo. No lo hablamos, no nos declaramos novios, aunque todo el mundo lo daba por supuesto, pero lo cierto es que aunque pasábamos juntos mucho tiempo no nos agobiábamos, los dos teníamos nuestro espacio, nuestras parcelas de privacidad, pero los dos éramos conscientes de lo que podía molestar al otro y lo procurábamos evitar. Quizás lo único costaba un poco de entender en nuestra relación es cómo encajaba en ella Sonsoles.
Sonsoles, Sonso como a ella misma le gustaba que la llamasen, era la mejor amiga de Esther. Si a los chicos de primero de Filosofía y Letras de ese año nos hubiesen preguntado por la alumna más guapa estoy seguro de que hubiesen destacado dos sobre la mayoría, Esther y Sonsoles. De hecho creo que en la encuesta mi “novia” hubiese quedado en segundo lugar. Aunque yo estaba convencido de que se equivocaban, la mayoría de mis compañeros se volvían locos con su amiga.