sábado, 29 de febrero de 2020

Un polvo campestre


Madrid, noviembre de 1975

Por fin llegó el domingo de la boda. Mi casa era una algarabía total, hoy día 16 de noviembre se casaba mi hermana. Había venido la familia de mis padres y por supuesto se acomodaron todos en casa. No recuerdo por qué ningún primo pudo asistir, pero tíos y primas, algunos que no se conocían, estaban repartidos con sus bolsas y maletas por todas las habitaciones. De armarios y puertas colgaban perchas con trajes oscuros y vestidos de colores.
Yo acabé durmiendo en el puf-cama del vestidor y en mi habitación se acomodaron mis primas Maite, de Santander y Begoña, de Estella. Eran de las que no se conocían previamente, la familia de mi padre y de mi madre casi no tenían contacto entre sí. Ellas dos llegaron ayer por la tarde y por la noche y parecía que se habían caído muy bien. Mejor porque habían que tenido dormir juntas en una cama de noventa. Claro que mi puf medía setenta de ancho y sólo lo había utilizado para follar, pero por lo menos estaba solo. Tardé bastante en dormirme, porque estaba incómodo y porque el vestidor y sus espejos me traían muchos recuerdos, tantos que a media noche tuve que ir al baño para hacerme una paja.
No recuerdo a qué hora, pero muy temprano, entraron mi madre y mi tía buscando no sé qué por los armarios. “Tranquilo, sigue durmiendo, no te molestamos” me dijeron después de tropezar varias veces con el colchón. Cogí la manta y me fui al salón pero ahí estaban mi padre y mi tío. Saludé con la mano y seguí hacia la terraza en donde me acomodé en una tumbona. Afortunadamente la mañana no era muy fría y las cristaleras estaban cerradas.
Me levanté después de pasar un rato dando vueltas. Oí a la familia que desayunaba animadamente en la cocina, así que aproveché para ir al baño y lavarme un poco. Luego fui a por la ropa a mi habitación. Entré decidido sólo con el pantalón del pijama puesto y la camisa en la mano. Me paré en seco. Las chicas no estaban desayunando como creía. Maite estaba asomada por la ventana. Llevaba una camiseta larga pero que se le había levantado casi hasta la cintura y debajo sólo llevaba unas bragas blancas, ligeramente descolocadas por haber dormido con ellas. Bego, también con una especie de camiseta, estaba sentada con las piernas dentro de las sábanas.

martes, 4 de febrero de 2020

Cibersexo, secretos y mentiras


Me hizo ilusión recibir aquel correo. Era de una tal Laia, una colega que no conocía, amiga de un compañero mío. Por él se había enterado de que yo estaba trabajando sobre el tema de adicciones sin sustancia y quería saber si podía contribuir con un artículo sobre ello en el contexto del trabajo general que estaba preparando su equipo.
En aquella época Internet no tenía las prestaciones que tiene ahora. Si había alguien adicto a la red lo era por compartir pornografía en foros concretos o cosas así. Con los móviles sólo podías hablar o mandar mensajes SMS y ambas cosas resultaban bastante caras, por lo que se empleaban lo justo. En esas circunstancias hablar de adicción a nuevas tecnologías resultaba impensable. Cuando yo alertaba de ese peligro nadie me hacía demasiado caso, por eso me alegró mucho que me invitasen a escribir un artículo para un trabajo con una visión bastante más clásica que la mía. Eso me proporcionaría un auditorio más amplio que el que normalmente solía tener. Me hizo ilusión.
Ahora puede resultar evidente, pero en aquella época yo era de los pocos que afirmaba que los chats enganchaban más que la pornografía y senté unas bases que poco han variado desde entonces. El anonimato y la intimidad se retroalimentan, haciendo que en ocasiones te puedas abrir más a una persona desconocida que a tu propia pareja. De ahí a establecer una relación sentimental sólo va un paso. El  hecho de que pareciese que sin contacto físico no hay infidelidad abría de par en par las puertas del cibersexo. Y ahí tenemos a un montón de personas con dificultades para mantener una relación normal con el otro sexo tecleando con frenesí cuerpos imaginarios. Ciberamor platónico en toda regla.
Laia trabajaba en la Universidad de Barcelona. La conocí personalmente en una reunión. Es bastante alta, más de 1,75. Delgada, pelo corto, cuerpo atlético, poco pecho, facciones duras, con una expresión andrógina que desde el principio me dio mucho morbo. Además casi siempre llevaba tanga que, intencionadamente o no, dejaba ver con atrevimiento. Era muy distinta de mis compañeras de trabajo. Era verla y ponerme caliente al instante. Afortunadamente para el progreso de nuestro proyecto la mayoría de las reuniones de trabajo las hacíamos por internet.

- No digo que que no tengas razón, pero creo que atribuyes a un mecanismo particular y concreto unas características de generalidad que no tienen por qué darse -me discutió Laia escribiendo en el chat de NetMeeting.
- ¿Podemos hacer una prueba?
- Claro.
- Bueno, pero no te enfades ¿eh?
- ¿Por qué me iba a enfadar?
- Ya lo verás. A ver corrígeme si me equivoco. Hace poco que has venido de trabajar, así que aún debes ir vestida de calle. Te has quitado los zapatos de tacón pero aún llevas unas medias hasta el muslo. Un conjunto de tanga y sujetador negro, que estás deseando quitarte. Encima de ello un vestido holgado, que aunque se ciñe en la cintura queda bastante suelto y no marca para nada tu figura.
- Joooooooder… es, es… impresionante. Lo del vestido cómo…
- No sé, como hace buen tiempo me ha venido tu imagen así. ¿He acertado? -pregunté sin poder disimular el orgullo por mi perspicacia. Tardó en contestar, lo achaqué a la sorpresa. Pero cuando volvió a escribir…