martes, 21 de mayo de 2019

Analema_de_Zas 5


Capítulo 5, La Luna sobre Peña Cabarga

Sábado, 18:50



En la sobremesa se les hicieron casi las siete. Recogieron todo y salieron antes de que fuese de noche. Se montaron en el coche y Zas le prometió que le enseñaría la mejor vista de Santander. Tras más de media hora de curvas y cuestas por una carretera angosta llegaron a un mirador en la cima de Peña Cabarga, la montaña que domina la bahía de Santander. Allí hay una torre a la que se llega por una rampa que termina en una especie de balconada. Un guarda les avisó de que el museo que había en la torre acababa de cerrar, pero a ellos no les importó, hoy solo querían admirar el paisaje.

Zas no había mentido. Aunque estaba oscureciendo aún había algo de luz natural. Las luces de Santander, las poblaciones vecinas y las carreteras que las unían, enmarcaban la bahía con un ligero tono amarillento. En el mar se podían ver perfectamente los barcos con sus luces de posición. La vista era maravillosa. Analema había dejado de sentir el frío que  lamía su piel desnuda debajo de la parka.

Después de tanto llover el cielo se había quedado limpio de nubes y aunque pronto se cuajaría de estrellas, ahora sólo Venus brillaba encima de ellos. Hacia poniente aún clareaba, cuando por levante, sobre el mar oscuro, empezó a despuntar la Luna. Enorme, roja, bañando el mar con su reflejo y llenando el ambiente de una luz lechosa, espectral, sobrecogedora.

Los dos estaban callados. En realidad en la cima de la montaña todo estaba en silencio menos unos grillos que cantaban en la lejanía. De repente Zas se dio cuenta de que Analema le estaba mirando con admiración. Él la besó.

- Ha sido una coincidencia, sólo te quería enseñar la vista. No sabía que la Luna saldría justamente ahora.
- Está preciosa. ¿Sabías que habría luna llena?
- Eso sí, aunque no se me ocurrió mirar a qué hora saldría y no estaba seguro de que las nubes nos la hubiesen dejado ver. Hemos tenido mucha suerte. Además no es muy normal ver la luna roja en invierno. Pero ven, vamos a un sitio en el que la vista puede que te interese más.

Volvieron al coche y Zas cogió una bolsa y una linterna del porta maletas. Atravesaron la zona del parking andando y siguieron por un costado de la carretera hasta desviarse por un camino de tierra, aunque más exacto sería decir de barro. Poco después llegaron a un muro de piedras que delimitaba un prado de hierba. Había una puerta de barrotes oxidados cerrada con una cadena, pero Zas saltó directamente el muro sin intentar abrirla y le pidió a Analema que le siguiese. Iba a ayudarla, pero ella ágilmente ya estaba en el otro lado. Le preocupaba estar metiéndose en una propiedad particular, pero siguió adelante de todos modos.

El prado estaba blando y húmedo, cubierto de hierba uniforme. Había algún matojo de tanto en cuando de lo que a Analema le parecieron zarzas y temió que Zas quisiese azotarla con ellas, pero pasaron de largo.  Más adelante había otras formas oscuras, que para su inquietud resultaron ser vacas. En principio, a nadie le dan miedo las vacas. A nadie que no se haya metido en un prado con ellas por la noche y a nadie que no haya visto que de repente un montón de vacas se dirigen hacia él.

- Zas, esto está lleno de vacas.
- Estamos en Cantabría, aquí de cada tres habitantes, uno es vaca.
- Pues vienen hacia aquí.
- Tranquila. Se acercan a ver si les damos sal –explicó Zas.
- ¿Sal?
- Creo que es porque las vacas que  pastan en lo alto de las montañas beben agua de manantiales de deshielo. Agua muy pura, sin sales minerales disueltas. Los ganaderos suben con bolsas de piedras de sal y se las dan a las vacas a lamer. El caso es que a las vacas les encanta.
- ¿Has traído sal? Igual se enfadan si no les damos.
- No, tranquila, tu pasa sin hacerles caso y no nos molestarán.

Analema no estaba muy convencida. Se agarraba fuertemente a Zas, que enfocaba al suelo con la linterna, más que nada para no pisar una boñiga. Efectivamente las vacas se limitaron a mirarles pasar.

Más adelante llegaron a una extraña hondonada, En ella se distinguía una forma casi circular, como un cráter del que salían unas rocas en forma de aguja, pero apretadas unas contra otras. A Analema le recordó un manojo de espárragos en vertical. Zas le explicó que había más formaciones así esparcidas por la montaña y que por lo visto no tenían origen volcánico, como podía parecer en un principio, sino que eran mineral de hierro que había tomado esa forma por la erosión.

Siguieron caminando a la luz de la Luna, teniendo cuidado de donde pisaban. Llegaron a una llanura en la que sobresalía lo que parecía un poste o un tronco de árbol. Se acercaron directamente a ello y resultó ser una de las rocas aciculares como la que habían visto antes. Por lo visto la habían clavado en medio del prado, quizás para atar el ganado. El fin real por el que estaba ahí semejante monolito se les escapaba, pero ellos lo iban a utilizar para algo probablemente más imaginativo.

Zas dejó la bolsa en el suelo y le quito la parka a Analema. Le pidió que también se descalzase mientras él iba sacando unas correas y unas cadenas. Le puso unas correas en las muñecas y las ato con una cuerda. Luego le pidió a Analema que se pusiese de espaldas a la roca y sujetó la cuerda a la parte superior, de modo que la chica quedaba con los brazos un poco hacia atrás y alzados en toda su extensión. Luego le puso también unas correas en los tobillos y las ató con una cuerda por detrás de la base de la roca. Las piernas le quedaban hacia atrás también, abiertas y un tanto flexionadas. 

Al cabo de sólo un rato se dio cuenta de lo incómodo de la postura. En esa posición no podía apoyar bien el peso en las piernas. O bien quedaba colgada de las muñecas, o bien tenía que hacer mucho esfuerzo con los muslos.

Zas sacó unas velas anchas con una funda de plástico rojo. Las encendió y las colocó alrededor de Analema. Y la última la puso en la parte de arriba de la roca, cerca de donde estaban enganchadas las cuerdas de las muñecas.

Luego sacó dos pinzas metálicas de las que colgaba una cadenita plateada. Le colocó las pinzas en los labios de la vagina y luego sacó pesas que evidentemente eran para colgar de las cadenitas. Eran bastante más grandes de lo que Analema se hubiese colgado, pero al sentir el peso se sorprendió, no era tanto como esperaba. Cuando se movió para acomodarse también le sorprendió el sonido que hicieron las pesas al chocar entre ellas. Entonces comprendió que lo que Zas le había colgado eran unas campanillas o, mejor dicho, unos cencerritos que ahora no podía impedir que sonasen continuamente. Entre la postura que tenía, el airecillo que corría y lo que temblaba, las campanillas no dejaban de chocar entre ellas y con la roca. El sonido  recordaba más al de un cencerro que  al de una campana y Analema temió que eso atrajera la atención de las vacas.

Zas dio una vuelta alrededor de ella, examinando satisfecho la escena que acababa de componer. Se alejó mas para contemplarla desde otros ángulos y se acercó a cambiar un poco de sitio algunas velas. Luego se agachó delante de ella y volvió a comprobar las pinzas de la vagina y los colgantes.

Analema comenzaba a sentir dolor en los muslos y se preguntaba qué es lo que Zas querría hacer, pero Zas se limitó a ponerse de pie a su lado y mirar el cielo.

- ¡Que cielo!, con la lluvia la atmósfera está súper limpia. Mira la Vía Lactea.
- En la ciudad no nos percatamos de estas cosas –contestó Analema, aunque ella tampoco estaba mucho por mirar el cielo ahora.
- Si lo llego a saber me traigo un mapa estelar y nos entretenemos viendo cual es cada una.
- La Luna también está preciosa.
- La Luna hoy ha sido un regalo. Mira cómo ahora parece más pequeña que cuando salió.
- Sí y está blanca en vez de roja.
- El color rojo es porque al salir refleja la luz del crepúsculo y la diferencia de tamaño es porque cuando sale por el horizonte la comparamos con el paisaje cercano. Ahora que esta más alta no parece tan grande.
- Está preciosa de todos modos.
- Sí –asintió Zas- y ahora estamos bajo todo su influjo. Las noches de luna llena son noches mágicas, estamos en una montaña mágica y tú estás atada en una columna ritual.

Analema sintió un escalofrío que hizo tintinear las campanillas.

- Esta es la montaña más alta de las que rodean bahía –prosiguió Zas- Y está plagada de mineral de hierro. En las tormentas es un pararrayos natural que atrae las descargas de la atmósfera, esto hace que sean frecuentes resplandores y luces cerca de su cima. Piensa en lo que avivan esas cosas la imaginación. Estamos en un sitio rodeado de leyendas, de espíritus...

Las campanillas no cesaban de sonar.

- Buenos y malos espíritus, juguetones y pícaros... Anjanas, enanucos, trasgus, ijanas... La mitología de Cantabria es extensa. Los druidas subían aquí a buscar lo que necesitaban para su magia y qué mejor momento que en una mágica noche de luna, cuando su luz llena aún más de misterio todo lo que deja ver.
- Abrázame por favor.
- Mi amor. No tengas miedo –dijo Zas abrazándola y besándola. Y sin separarse de ella continuó- Esta columna probablemente sea para atar el ganado, igual para marcarlo, ¿pero qué nos impide imaginar? Piensa que eres una vestal y que estamos invocando a los espíritus de la montaña, que les estamos llamando para que vengan en nuestra ayuda. Con este círculo de fuego que te rodea les estamos señalando el camino y para estar aún más seguros de que no se pierden, el sonido de las campanillas que cuelgan de lo más sagrado de tu cuerpo, será capaz de guiar a los que no vean tu luz.
- ¿Vas a hacer espiritismo conmigo?
- ¿Eres supersticiosa?
- Pensaba que no.
- Muchos pensamos que no lo somos, pero aquí, ahora, en este momento es difícil no dejarse llevar ¿verdad?
- Confío en ti, pero continuamente me estas sometiendo a pruebas que no espero y temo no estar a la altura de lo que quieres. Ahora estoy muy asustada. Haré lo que tú me digas, pero por favor, no me pidas cosas que no pueda resistir.
- Mi amor, confía en mí –dijo Zas mientras la seguía abrazando y besando con toda la ternura que podía expresar- No es ninguna prueba que tengas que superar, esas ya las has superado todas. Aquí nos estamos conociendo tú y yo y te estás conociendo a ti misma. Estamos aprendiendo a pertenecernos, a respetarnos. Sólo permíteme que para eso busque situaciones que no sean las normales. Experiencias normales te las puede ofrecer cualquiera, no hay que buscarlas. Atarte y azotarte no requiere imaginación, lo puede hacer cualquiera que finja ser amo. Lo que yo quiero es que sientas algo único y creo que lo puedo conseguir. Por favor, déjame seguir intentándolo.
- Ya lo has conseguido. Soy tuya en cuerpo y alma. Mi placer es que hagas de mí lo que desees.
- Recuerda lo que te prometí desde el principio, “placer y miedo”. Bien –continuó Zas tras una pausa, separándose y cambiando de tema- ¿Has visto alguna vez la raíz de la mandrágora?
- No.
- Es un tubérculo que tiene forma de mujer, bueno, echando bastante imaginación claro. Una especie de venus rechoncheta con la que tu druida favorito hará una poción mágica para su preciosa vestal.  Dicen que al arrancarla de la tierra emite un grito que enloquece al que lo oye. Así que hay que arrancarla de lejos. Bien atando una cuerda y estirando o bien atando una cuerda a un animal y haciendo que sea él el que tira. Yo emplearé la cuerda.
- ¿Dónde hay mandrágoras?
- Crecen en el bosque, entre los árboles. Buscaré allí y si no en ese otro bosquecillo de mas allá. Me llevaré la linterna, pero te quedas bien iluminada.
- ¿Me vas a dejar sola?
- Sí, pero para que no tengas miedo no te vendare los ojos. Podrás ver mi linterna y yo te veré a ti y escucharé tus campanillas.

Analema le vio alejarse nada convencida. Se distinguía bien la luz de la linterna, pero aunque la Luna iluminaba todo con una luz blanquecina, a ella le costaba distinguir lo que tenía alrededor. Las velas formaban una burbuja de luz a su alrededor que hacían que a ella se la viese bien desde cualquier parte, pero ella tenía dificultad en ver lo que había unos metros más allá. Sólo podía ver con claridad el cielo cuajado de estrellas y la luz de la linterna de Zas, cada vez más lejana.

En cuanto estuvo sola notó su cuerpo estuvo cada vez más dolorido por la forzada postura. Tenía que ir cambiando de punto de apoyo y cuando ya no podía aguantar los muslos, dejaba su peso colgar de las correas de las muñecas. Eso le proporcionaba un leve descanso en las piernas, hasta que el dolor en los hombros y en las muñecas se hacía insoportable.

Ojalá Zas encontrase pronto la dichosa mandrágora y volviese ya. Miró buscando la luz de la linterna pero... la luz ya no estaba. Giró la cabeza cuanto pudo a un lado y a otro. Nada. Igual estaba detrás de ella y no lo podía ver por eso. “¡Zas!” llamó primero suavemente y luego algo más fuerte. Nada.

Miedo otra vez. Estaba sola, desnuda, atada a una roca en medio de una montaña en una noche de luna llena y rodeada de un circulo de velas rojas. “¡Zas, por favor!”. Nada. Sólo se oían sus campanillas,  el aire moviendo suavemente las ramas de arbustos próximos, grillos y crujidos de algún insecto o animal... cercano. Sus campanillas aumentaron el nivel de ruido. Su tono, mas bien grave, le recordaba cada vez más a los cencerros de las vacas. Intentó mantenerse quieta. Por nada del mundo quería llamar la atención del rebaño que habían visto al pasar. Pero no podía. Temblaba, el frío la había penetrado en el cuerpo, aunque quizás los temblores eran más que nada de miedo. Ahora le era imposible separar una cosa de otra.

Sintió un ruido entre la hierba. ¿ratas?, ¿culebras? Recordó las palabras de Zas. El miedo se alimenta solo y de nuestros peores pensamientos. Seguramente eran imaginaciones suyas, pero no podía detener sus pensamientos. Intentó cerrar los ojos y concentrarse en otras cosas, alejarse mentalmente de allí. Ahora lo de los chicos, el enema o la playa le parecían una tontería, algo bello. Aunque lo había pasado mal recordaba esas sensaciones con placer. Procuró pensar en todo ello.

Pero no. Cerrar los ojos fue peor. Se veía a sí misma desde arriba. Iluminada en la noche, el cebo para los espíritus de la montaña. Intentó serenarse. No creía en espíritus. ¡Que estupidez!, ¿quién no creería en la situación que estaba ella? Si había un momento en su vida en el que tenía que creer en algo sobrenatural, era ese. Si había algún momento en el que vería aparecer espíritus, fantasmas o lo que fuese, era ese.

Volvió a buscar la luz a su alrededor. Nada. Los temblores y el viento hacían sonar las campanillas sin que ella intentase ya nada para evitarlo. Estaba empezando a sentir calambres en los muslos y a notar que se le entumecían las manos por la presión de su peso en las muñecas. Se dio cuenta de que había un pequeño saliente en la roca que quedaba un poco por debajo de sus nalgas. Si presionaba hacia atrás el cuerpo podía quedar “sentada” en él, aliviando muslos y muñecas. Pero el apoyo no era demasiado grande, se le clavaba la roca en el culo reavivando el dolor de la azotaina de la mañana. Solo era un punto más en el que rotar brevemente el peso de su cuerpo, pero no era un gran alivio.

Buscó la luz una vez más. Nada. ¿Cuánto tiempo había pasado? Imposible saberlo. Una eternidad, pero igual sólo habían sido unos minutos. Sentía el corazón latir agitadamente en su pecho, la respiración rápida y entrecortada no le proporcionaba en cambio suficiente aire y sentía que se ahogaba. “Estás hiperventilando”, se dijo. Y admitiendo que así era se dejo llevar por la desesperación. Empezó a llorar desconsoladamente como hace tiempo que no lo hacía, como una niña desamparada. Abundantes lágrimas resbalaban por sus mejillas entre los sollozos y el hipo. Sentía también el moco acuoso salir de su nariz cayendo por encima de los labios hasta la barbilla y de ahí a su pecho. Entre eso y las lágrimas pronto tuvo la sensación de estar completamente mojada.

Cerró los ojos otra vez, concentrándose en su miedo. “¡¡¡Zas, te quiero, ¿por qué me haces esto?!!!” gritó entre sollozos a la noche. Pero nada, sólo se oía el sonido de las campanillas.

Cuando abrió los ojos tardó una interminable fracción de segundo en darse cuenta de lo que veía. Por un instante pensó que sería el efecto de sus lágrimas. Unos ojos rojos, redondos como bolas de cristal iluminadas, la estaban contemplando a unos metros de distancia. Antes de gritar vio que al lado había varios pares más que la contemplaban. “Los espíritus de la montaña” pensó al mismo tiempo que emitía un fuerte grito, agudo, largo y desgarrador. Fruto del miedo y de la impotencia. Tomó aire y volvió a gritar. Estaba aterrorizada, desesperada. Al volver a mirar ya no vio nada, le pareció sentir que lo que fuese se alejaba, pero ella ya no podía mas. Se derrumbó dejándose colgar de las muñecas sin importarle el daño que sentía. “¡Zas!” llamó entre sollozos “Zas por favooooooorrrrrrrrr”.

- Ya, ya mi amor. Ya estoy aquí, tranquilízate, ya pasó todo.
- ¡Zas!, ¡ahí!, ¡ahí! –repetía Analema señalando con la mirada la pradera delante suyo- Había algo, lo he visto y me miraban, venían a por mí.
- Sólo tenían curiosidad por el ruido que hacías, pero ya se han ido mi amor –intentaba tranquilizarla Zas mientras la acariciaba y la iba desatando- Se han asustado más que tú. Ya se acabó todo, ahora estarás mejor.
- Yo te llamaba y tu no estabas. He pasado mucho miedo.
- Estaba, pero tú no podías verme. Estaba vigilando que no te pasase nada. 
- ¿Y qué era lo que vi?
- Vacas cariño. Y les has dado un susto tremendo.
- No eran vacas, tenían los ojos llameantes con una viva luz roja.
- Era el reflejo de la luz de las velas, sólo eran vacas curiosas.

Analema aún temblaba cuando Zas la terminó de desatar y quitar las pinzas de la vagina. Le puso la parka y le rodeó las piernas con una mantita que llevaba en la bolsa. Le dio unas friegas por el cuerpo para que entrase en calor. Luego, como aún estaba muy nerviosa y no podía estar quieta, estuvieron paseando por el prado hasta que se calmó.

De repente todo el cansancio le vino encima y Zas se sentó en la hierba, extendió la manta y Analema se tumbó sobre ella, apoyada sobre el cuerpo de Zas que le acariciaba el pelo procurando tranquilizarla.

- Mi querida niña, sé que has pasado mucho miedo, pero la escena era preciosa. Tú desnuda, atada a la roca, rodeada de velas, a la luz de la luna llena... Espero que cuando me perdones puedas apreciar el encanto del momento.

Analema no decía nada. Disfrutaba de las caricias y la voz suave de Zas. Quizás se había portado de una manera bastante histérica, pero desde que había llegado a Santander todo era un continuo de miedo-sosiego constante. Nunca había pasado tanto miedo y nunca se había sentido tan bien. No sabía cuanto más duraría eso, pero no estaba segura de poderlo resistir. Eran sensaciones demasiado fuertes, demasiado cambiantes, demasiado seguidas...

Ahora miraba el cielo, mientras Zas la seguía acariciando, en silencio. Seguía sintiendo galopar su corazón y un sofoco que le parecía venir de dentro le hizo desabrocharse la parka. La brisa, que hace unos momentos la había helado, ahora le refrescaba agradablemente la piel.

Zas se tumbó a su lado y descansaron abrazados largo rato. Ninguno decía nada. Sólo se miraban y se acariciaban. Analema supo en ese momento que nunca podría estar mucho tiempo junto a Zas. No podría resistir mucho tiempo semejante tensión, semejante altibajo emocional. Enloquecería.

Pero hoy era suyo, hoy la pertenecía. Hoy él era su amo y ella su juguete. No podía ser de otra manera. Quizás mañana cuando se despidiesen ya no se volverían a ver más, quizás ya sólo se tendrían por internet.  Pero mañana estaba lejísimos. Hoy todavía no había terminado y estaba segura de que aún tendría muchas emociones que experimentar.

Se volvió hacia Zas y mirándole a los ojos le pidió: “Haz que me sienta tuya otra vez”. Y Zas la besó, la siguió acariciando el pelo y comenzó a quitarse la ropa, sin prisa. Ella le ayudaba y se llevaba a la cara sus prendas para olerlas. Aspiraba intensamente “Olor a Zas. Siempre lo recordaré”.

Hicieron el amor suavemente, con la delicadeza de un experto que desflora a una virgen y quiere que disfrute incluso de esa primera vez. Sin prisas, acompasadamente, Analema fue sintiendo como Zas se adueñaba de ella. Estaba muy sensible, lloraba. Emoción, alegría, amor... La luz de la Luna, la fresca y suave hierba, la piel del uno contra el otro... “Te quiero” se oyó en la noche, sin que cada uno supiese si lo había dicho él o el otro. La Luna sabía que lo habían dicho los dos.


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